Como el resto del mundo, las consultas de psicología comienzan también su proceso de desescalada. Tímidamente se realizan las primeras llamadas, los primeros encuentros, en compañía de mascarillas y geles desinfectantes. Estos nuevos complementos, no hacen del todo fácil la vuelta, pero se agradece el contacto más allá de las pantallas.
Mucho se ha hablado de las problemáticas que pueden surgir a raíz de esta pandemia, aunque estas no puedan augurarse del todo. Quizás resulte fácil pronosticar el aumento de aparición de síntomas ansiosos o fóbicos, puesto que la situación ha sido la idónea para dar rienda suelta a los miedos, o depresivos como consecuencia del aislamiento y las sensaciones de soledad; sean del tipo que sea, numerosos expertos señalan un repunte en la sintomatología asociada a la enfermedad mental.
La necesidad de pronosticar también fue dirigiendo el foco a los más pequeños a medida que el tiempo se alargaba y la posibilidad para salir no se vislumbraba en el corto plazo. Su necesidad evidente de correr, saltar y explorar el mundo, unido a la importancia de las relaciones sociales en su vida, comenzó a preocupar a padres y tutores sobre la manera de gestionar la situación. ¿Qué más se podía hacer cuando todas las actividades creativas imaginables comenzaban a agotarse?
Pensando en ello en las últimas semanas, si me he preguntado por la incidencia que este episodio pueda tener en este grupo de población, por su vulnerabilidad más allá del virus y su dependencia de los recursos de los que disponemos los adultos. A ello se une la enorme incertidumbre con la que se sigue pensando el próximo curso escolar, ámbito que constituye un todo para estas edades.
Ante esto, reparé que siendo casualidad o no, las consultas de psicología infantil tienen mayor afluencia durante el curso escolar, sobre todo desde los meses de octubre a marzo. Estas demandas suelen guardar una estrecha relación con síntomas asociados a dificultades de aprendizaje o conflictos con el grupo de iguales y los vínculos que se establecen. Digamos que estos dos escenarios permiten aflorar y señalar las dificultades de cada niño para hacer frente a estos nuevos aprendizajes, aunque la problemática luego pudiera guardar relación con otros aspectos.
Por tanto, quitando ambos factores del escenario, cabe esperar que el malestar que los niños sienten encuentre salidas por otras vías.
Por ejemplo, la Sociedad Española de Obesidad (SEEDO) puso de manifiesto que la población infantil y juvenil sería más proclive a adoptar hábitos de alimentación inadecuados durante el confinamiento y estimaban un incremento medio cercano a 5% del peso. Mientras que profesionales de la salud mental abogan por la aparición en un tiempo de problemas conductuales asociados a la cierta carga traumática de esta situación, apareciendo somatizaciones, un miedo más real a la muerte o sensación de peligro constante.
La diferencia principal a tener muy en cuenta es la manera en que los niños muestran su sentir y hacen frente a lo que les preocupa y afecta. Como es esperable, es probable que no dispongan de una explicación para lo que les pasa, por lo que ponerlo en palabras resulte algo imposible. Ante ello, la única forma de desplegar su mundo interno y gestionar sus conflictos es mediante el acto; mostrándose más irritables, apareciendo cambios conductuales significativos, pesadillas nocturnas recurrentes o una alta demanda.
Estas actitudes y reacciones deben ser escuchadas y darles la importancia que merecen, señalándoles esta forma de actuación y abriendo una vía para que poco a poco puedan poner en palabras lo que les pasa, dando otra resolución que no sea la puesta al acto, pasando por la consciencia y el entendimiento.
Sin duda los niños han sufrido; aquéllos que he tenido cerca hacen referencia a que lo más difícil ha sido no ver a sus amigos y lo que más anhelaban era jugar como antes. En la infancia la interacción con el grupo de iguales es de vital importancia para que se produzca un buen desarrollo. Sus amigos son su mundo, ¿cómo no pasarlo mal con tanta renuncia?
Si unimos todo esto a pasar tanto tiempo en casa, la convivencia continua, el teletrabajo de los padres y no cambiar de ambiente, los niveles de estrés aumentan a niveles insospechados, guardando toda lógica la aparición de fricciones con cierta desproporción.
Por todo ello, la vuelta a la normalidad debe requerir cierta flexibilidad para unos y para otros. Quizás los adultos incluso tengamos una mayor sensación de recuperación de una rutina, pero los niños no y despojados de lo educativo siguen estando demasiado descolocados.
Con tanto cambio, sería muy recomendable explicarles en detalle cómo van a ser los pasos a dar, el proceso que se espera y todo aquello que se pueda saber, unido a la actitud de escucha y empatía que antes comentaba, para vislumbrar en sus reacciones algo más que un mal comportamiento.
Los niños aprenden observando, la elaboración que hagamos los adultos del proceso contribuirá en el modo en que ellos lo hagan. Entender la repercusión de nuestras circunstancias y reflexionar sobre nuestro sentir puede resultar clave para que un suceso no devenga en traumático y pase a lo anecdótico.
Por Elena Sierra Martínez
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